Para una lectura insular en la novelística de Mireya Robles La isla cubana ha tenido una multitud de posiciones donde situarse al imaginarla. La Historia (como saber autoritario, autorizado siempre por los vencedores) y la de sus pensadores (¿acaso la misma?) ha sido una de las más recurrentes. Cuba (fantasía plena), como cualquier nación joven todavía se piensa, se define. Las típicas asociaciones entre isla y mujer, nación y mujer, la patria que es también y sobre todo matria, están en la literatura Una narrativa que se extiende en forma de relatos y un sólido momento seccionado en tres novelas. Un ente poderoso que podríamos llamar sin dudas “tríptico”. Hagiografía de Narcisa la bella vendría a ser una suerte de “ opening ”; aurora dentro del cuerpo de mujer total que puede construirse al seguir con atención dicha trilogía. La infancia y primera juventud de esa niña-cerebro; adolescente-cerebro; joven-cerebro que se entrega a una vocación de servicio y en gestualidad hagiográfica traza su propio camino hacia el conocimiento del ser interior; se encuentra con el añadido de una marcada ansiedad definitoria y de posterior reconocimiento frente al “otro” con quien dialoga en letanía perpetua. De tal manera, podría quedar establecido un simbólico paralelo con la historia de auto-representación (Narcisista) con que todo pueblo-nación-país se imagina. Hay en su discurso una serie de signos que así lo delatan. El cuerpo físico de Narcisa es marcadamente marginal en la estructura discursiva que representa. Narcisa es la verborrea desesperante del barroco americano (femenino en su génesis colonizada) que grita por ser tenida en cuenta frente a la sobriedad del ser masculino, del colonizador que le desprecia y extorsiona, aquel que en la obra reseñada cobra forma en el personaje del hermano Manengo. La familia cubana, como un monstruo de cinco cabezas (cinco personajes) toma voz estruendosa, sarcástica, cínica, frívola y ligera en esta polifónica (valga la redundancia) novela, donde la isla queda expuesta una vez más a través del hilo prematuro, visceral y paródico con que la bella Narcisa se hace síntesis y rostro ventrílocuo de un país por definir, por encontrarse. Una suerte de “ in media res ”resultaría al lector el repaso aislado de Una mujer y otras cuatro, donde si seguimos al paralelo establecido entre protagonistas mujeres y la isla, asistiríamos al momento de la juventud que se extiende hacia una incipiente segunda edad o madurez de la nación que sigue escribiéndose y da sus primeros pasos hacia un “afuera” que en el caso cubano va a encontrar re-visitado asiento en los Estados Unidos. La historia de Mochi, niña de Caimanera que va narrándose y girando en ascendente espiral hacia colegial de Guantánamo, universitaria de La Habana y emigrante a Norteamérica es sospechosamente -y de manera reiterada- la historia de una lesbiana (Narcisa lo anunció) que se asfixia en su contemplación y reconocimiento como ente marginal a la cultura familiar y social al uso. Así, busca pensarse y re-escribirse saltando y desestimando de paso, en forma escalonada, cada uno de los bordes que su génesis natural le propone. El pueblo queda transgredido en el paso hacia la capital de provincia y esta a la del país y de La Habana a cualquier ciudad norteamericana en una eterna huida de sí, que es la búsqueda de lo esencial (si existiera) y la posibilidad de realización en términos de una plenitud que intramuros le queda vedada... pero que una vez saltadas las fronteras, tampoco consigue explayar. Nuevamente la isla que corre incesante en la boca de sus antropólogos, de sus exegetas, de sus narradores todos. La isla en femenino que de tan ansiosa de encontrarse huye y se enamora de quienes le brinden acaso el reflejo que Narcisa no encontró en la familia (Cuba plural, inventada en los discursos) y para quien se ofreció en sacrificio. Isla cansada, presa de un cansancio secular y que aún así necesita agarrar la mano de un cuerpo femenino, cuerpo amado que se le escapa, pero a quien le urge poseer para “ser” y no renunciar a su existencia... Mujer joven, plena y triste. Aquella que dialoga en su discurrir por el tiempo con cuatro cuerpos que le propician la mirada alterada o concisa de sí. Siempre insatisfecha. Siempre anhelante. Un anhelo que quizá sólo consiga llenarse con la muerte... una muerte que sale a buscar de maneras disímiles y siempre eternas a través de un personaje obsesivo de ubicuidades: Pedro el Largo; quien toma forma definitiva y lista para el final en la voz desgarrada de otra mujer. El ciclo de formación y definición de la identidad femenina, lésbica, nacional, universal y siempre insular en La muerte definitiva de Pedro el largo, alcanza un momento de plenitud escritural, de realización imaginaria e imprescindible para la “Historia de la literatura cubana”. La Historia que no podrá prescindir de Mireya Robles siempre que pretenda un análisis sistémico, orgánico y honesto de ese cuerpo total historiográfico y antropológico que pergeña y escribe desde tantas latitudes y usos horarios disonantes al UNO. Como una excepcional sinfonía de sólo tres movimientos o un manual alternativo de la Historia de la Cuba del siglo XX, queda propuesta la visita a las novelas que aquí ofrecemos. Válidas y apetecibles al exquisito analista, al neófito o al simple devorador de material lectivo. Acercarse a esta armonía es partir de viaje desde la condición telúrica y limitada en que la “diferente” isla antillana gusta saberse y mostrarse, hacia la multiplicidad cultural y física que habitan a Pedro el Largo en cada una de sus vidas. Entre la niña de pueblo cubano, deglutida por su familia (isla antropófaga, monstruo plural que extermina en sus imaginaciones de totalidad y diferencia); la joven e imperecedera emigrante y el propagado hasta la extinción Pedro el Largo, hay un lazo... un lazo sutil y magistralmente narrado. Una isla pensada desde una voz tan singular que estremece, tan auténtica que apasiona... quedan invitados. Mabel R. Cuesta |