FRIGORIFICO DEL ESTE

Me recosté en el asiento y traté de rastrear estos rápidos flujos de consciencia que atravesaban mi cerebro de tubos plásticos, sin timidez, pero con un aligeramiento casi etéreo. Sé que morí en 1973 cuando en Chile iban a fabricar carne vegetal. Sé que morí en 1973 cuando daban un parte de último minuto que me informó por última vez: había un fallo en el Skylab. Renací ayer y cuarenta y ocho horas más tarde --ahora los días tienen cuarenta y ocho horas-- no he salido aún de mi asombro de estar viva. Año de 2273, año trisiesto, año en que tendremos dos febreros. "Dos mil doscientos setenta y tres". Los números suenan distintos. Las gentes se ahogan al hablar. En las tráqueas traquetea un raro sonido de hueso rodando y golpeándose en un pasillo vacío, desolado, inclinado. Conjeturas: el aire se fue espesando y suena aconcretadamente. Conjeturas: el aire se ha hecho sólido. Conjeturas: el sistema respiratorio de los demás ha cambiado y trituran el aire. Conjeturas: no se están ahogando, han cambiado su forma de respirar. Conjeturas: mi aparato respiratorio, aparato no, mi sistema respiratorio es inadecuado para respirar aire.

Conjeturas: me están regulando la respiración. La vista salta rápido: no está en los pies. Salta-salta-salta-salta. No, no tengo hilos ni conexiones con nada exterior. Conjeturas: control remoto: no. No. No. No. Conjeturas: independiente, marcho, me debilito; marcho, me rehabilito; marcho, me asombro. Por mi cuenta. Por mí. Por. Conjeturas: en mí. Conjeturas: pulmón moderno. Conjeturas: en mí. Conjeturas: ajena en este mundo. No: en él. Pero no dueña.

El aire vacío de frío. Calor fino. Aliento. Vaho. Vaho seco. Contradicción, pero no sudo. "Interrumpimos este programa para presentar un importante boletín: El Skylab... Interrumpimos... Skylab... el boletín... el teléfono es 343-llll... no... en ése dan la hora y la temperatura... Skylab... el boletín... el teléfono es 869- y los otros números... quién disca el número... la boca no se mueve... ese ronquido no es mi voz... el Skylab... este programa... pesado... pesado... discar el número... el Sky... disc... el núm... "

Ayer a las diez en punto me dijeron que hacía unas tres horas que estaba viva pero que siempre tardaba uno en ganar consciencia. Pensé... No. Oí sin pensar. No recordé nada. Salí hacia la puerta donde me absolvían. No, ésa no es la palabra: me daban de alta. Y mi rehabilitación? Y mi entrenamiento? Y mis posibles traumas? Rápidamente, mientras sacaba del archivo mis papeles: "Ya no existe la sicología. Las palabras sí se conservan iguales. Hay muchas palabras nuevas, pero las viejas, ésas significan lo mismo". No. Filología, no. Y aquel curso de rapidus-rápido-rabdo-raudo. Y raudo no es la palabra más vulgar porque evolucionó más que rápido? No. El curso: perdido. El curso: sin vigencia. "El lenguaje no cambia porque los medios de difusión nos mantuvieron a todos hablando igual en la distancia y en el tiempo. Nuevas palabras: eso sí". Esto no me lo dijo ni siquiera como una información seria. Sólo como para ocuparse en algo antes de llegar al mostrador desde el archivo para que yo firmara una invalidación del certificado de defunción y una autorización de vigencia de mi certificado de nacimiento. "Usted es el reintegro 47111. Una chapa metálica. Pero es mejor tatuarse el número. En la planta del pie: 47111. Su cerebro es nuevo. Debe funcionar bien. Pero una forma de no preocuparse es precaverse: reintegro 47111. No obligamos a nadie. Todo el mundo sabe lo que tiene que hacer. La ley es precaución y la precaución es ley. El tatuado: en la sala once del segundo piso. Maquinarias automáticas. La tinta es negra. No, azul. No, oscura. Azul-negra. Marcar el número 47111. Cinco segundos. Sí, puede caminar inmediatamente después. Ah, firme el registro. Año 2273. Reintegro 47111. No, ninguna letra. Sólo 47111. Sí, todos sabrán. Sólo hay un reintegro con ese número. No. No hay un exceso de población. No. Ya no hay nacimientos. Todos son reintegros. La población mundial tiene ahora 47111. Habitantes no, reintegros. Los otros: todos en frigoríficos. Usted vino hace tres días, del frigorífico del Este. Sí, en nuestros transportes. Puede arrancarse ya de la palma, el sello de embarque. Nunca doy tantas explicaciones. Vaya a la sala once del segundo piso. No, ningún papel de identificación. Sólo el número de su reintegro. Sí, tatuado. Nunca doy tantas explicaciones". Por alguna razón me pareció atractiva la idea de volver al frigorífico del Este y no pasar nunca por la sala once del segundo piso. El número de mi reintegro sí era hermoso: 47111. Me siento de inmediato acogida a algo: mi número y yo, yo en mi número, mi número en mí. Soy piernas-jersey-falda-zapatos de sport-un llavero-gafas de sol en un completo y absoluto 47111. Esto me anima a caminar. El llavero, un redondo medallón: Sagitario. Colores de vitrales: Sagitario. Dos llaves verdes: Sagitario. Una llave de aluminio: Sagitario. Una cadena: Sagitario. Y yo un completo y absoluto 47111.

El trámite de marcarme fue tan rápido-frío-impersonal que me recordó la otra vida. Cuando todo se iba mecanizando y ya se sentía uno mecanizado. Cortina blanca: la corrí. Era de lona. Arriba: aros metálicos. La cerré para una privacidad inútil: no había nadie en el piso. Ese jueves --debe ser jueves, quiero que sea jueves-- yo era el único reintegro. Carteles, orientaciones. Letras negras, cartones blancos. DESCALZAR EL PIE IZQUIERDO. Descalcé el derecho: 47111 no debía malgastarse en un pie izquierdo. Levanté la pierna hasta hacerla perpendicular a mi cuerpo. Inserté el pie desnudo en la horma-abertura de la maquinaria. Parecía una de esas maquinarias que llamaban 'pulmón artificial'. Un frío en el pie que tuvo el poder de asombrarme. Me agradó. Un puntilleo rápido, preciso, científico. Conjeturas: esto es cosa de chinos y sus acupunciones. Siempre me gustaron las acupunciones de los chinos. La idea del no-dolor. Paró el ruido adormecido y sordo. Me senté a mirarme la planta del pie como la estatua del niño que se contempla la espina. Me recosté en el asiento y traté de rastrear estos rápidos flujos de consciencia que atravesaban mi cerebro de tubos plásticos. Llámese recuerdo: la Taberna del Tío Sam, el área de Rip Van Winkle, la rechoncha estatua de Emma Willard: área-triángulo, área-tres-ciudades. En la punta, el restaurante de Mario: "Ensalada con queso roquefort, camarones a la Newburgh, café solo, vino de Jerez. Cerveza negra, si la hay". Las máscaras, el tono rojo. Las máscaras con sus muecas-risas congeladas; los bordes de la boca engrampados hacia arriba. Dolor petrificado: tampoco llora. Un corte. Vacío... vacío... vacío. Desconexión. El hilo roto. Parpadeo. Esfuerzo. Aligeramiento casi etéreo. Estoy... estoy en... no tengo nombres... Las calles se llaman... Todo en blanco... "Debe funcionar bien... es nuevo... debe funcionar bien... debe..."

La misma frustración de aquellos tiempos mecánicos: 11174. Todo seguía siendo tan preciso: el pie izquierdo no era el derecho. El letrero lumínico, de luz roja, empezó a dibujar, intermitente, en negro: CANCELADO. REINTEGRO CANCELADO. CANCELADO. REINTEGRO CANCELADO. Salió una pequeña tarjeta de aquellas que vomitaban: scales-básculas=escalas... escala... escala mejor que pesa... y hágase la palabra y la palabra se hizo: escala... y le decían a uno el peso y la fortuna. "INTRODUCIR EL PIE DERECHO PARA CANCELAR EL REINTEGRO. CUANDO EL SONIDO SE HAYA APAGADO, ESPERAR VEINTE SEGUNDOS. INTRODUCIR EL PIE IZQUIERDO PARA MARCAR EL REINTEGRO CORRECTO. Parecía también una receta de cocina, con todas esas órdenes en infinitivo. Me pareció amargo aquel chiste de 'meter la pata'. Porque todo aquello iba mucho más hondo y seriamente, al hecho de que no hay forma de escoger. Y ahora, ya no hay nadie contra quién rebelarse. Automatismo absoluto. Ausencia. Vaho. Vaho frío. Frío. Nadie. Nada. Ni yo. Y el 47111 impuesto, puesto --no dado--, colocado precisamente en el centro de la planta del pie izquierdo. Un 47111 que no es mío, que determina mi pertenencia a otros, a otra cosa que debo buscar. Hay una cierta apatía en mí y una lenta urgencia de saber a qué mundo he nacido.

Me recosté en el asiento y traté de rastrear estos rápidos flujos de consciencia que atravesaban mi cerebro de tubos plásticos. Sólo hacía cuarenta y ocho horas que estaba viva. En el pie: ninguna sensación rara. Como si el número no existiera. Los chinos: acupuntura-acupunción. No dolor. Anestesia fría. Número y pie en el zapato. Caminaba por uno de los pasillos desolados del hospital. Me encogí de hombros como tres veces, qué hacer, resignarse. Pero la resignación molesta. Se cansa uno muy pronto. Se cansa uno de volver a lo mismo. Se cansa uno de que lo automaticen. Y si fuera yo, yo-ser individual-único-de mí? Peor. O tal vez no. YO de mí y no en alguien. YO de mí y no para nadie. Más desolador: para nada. Ahora, un juguete-conejo-conejillo de Indias atrapado en un laboratorio. Me llevan y traen. Y siempre, qué soledad. Estoy delante del mostrador. Me llevaron allí aquellos zapatos que una vez usé en Grecia, en todos los templos. En todas las arenas. En el mostrador: un timbre. Llamé varias veces. Veo los mismos archivos: allí me dieron de alta. La enfermera no está. Algo me dice que es inútil llamarla. Uno no se pertenece, pero está solo en el vacío. Es eso: vacío. Vacío. Vacío. Vacuum. La mujer llevaba un casco que traduje como helmet. Era mejor llamarle a aquello helmet. Labrado. Metálico. Labrado en flores de lis. Cabellera vieja, rizada, oxigenada. Vieja no, antigua, como de los años treinta. Como de los años mil novecientos treinta y tantos. Lo que llevaba era, definitivamente, un uniforme. Al casco y la chaqueta les llamaría romanos. La chaqueta: no metálica, color gris-ratón. Color ratón-gris. Con muchas escamas grandes. No, ojos de pavo real. O escamas. Y la falda, recta, austera, hasta la rodilla. Zapatos de tacón, negros, de piel. Y toda ella indiferente. Hecha. No nacida. No de piedras inorgánicas. Como la carne vegetal de Chile. Caminando por el pasillo-desierto-pulido en los zapatos de Grecia: "Como la carne vegetal de Chile. Vegetal. Como carne. Vegetal. Vegetal. Como". Pasillos vacíos. Escaleras rodantes. No, rampas rodantes. Sin escalones. Un monótono traqueteo. No hay ruidos. Ausencia de ruidos. Ausencia. Ausencia. Un nivel inferior. Rampa. Otro nivel inferior. Rodante. Un pasillo pintado en el suelo, o una larga alfombra, desemboca en la puerta. Se abre automáticamente. Tengo que salir. Tuve que salir. Salgo. Salí. Me detengo. Un parque. Calles. Todo desolado. Un mundo plástico. De materiales plásticos. No sé si la consistencia es como de goma. Parece hecho por Dalí. Busco aquellos relojes doblados. No me sorprendería que se convirtiera todo en un desierto de arena y apareciesen allí los relojes doblados. En el parque hay varios muros. Todo macizo, compacto. Nada vegetal, nada vivo. Varios pasillos laberínticos que conducen a varias puertas. Todas cerradas. No puede ser: el proceso tiene que seguir, no estoy en el frigorífico, apenas si me acaban de dar de alta. Un rectángulo, una oscuridad, una puerta abierta. Ya no pienso para tomar decisiones, las tomo, me encamino. Oscuridad. El túnel. No presa. Había salida. Avanzo. Como si el piso fuera rodante. No hay miedo. Avanzo. Oscuridad. El túnel. Dará a algún lado. Pronto. Muy pronto. Dará a algún lado. Oscuridad. Espesura. Luz. Me empujaron. Me pujaron. Salí. Un pequeño vestíbulo. Pequeños recintos, como los probadores de las tiendas. En el tercero de la derecha, un número: 47111. Entré. Allí estaba mi uniforme. El mismo color. Las escamas-ojos de pavo real-gris ratón. Pero no había casco. Me alegró. Conjeturas: no soy empleada pública. La falda corta, plisada y unas sandalias abiertas que quiero llamar romanas. Vestida con aquello. Disfraz-uniforme: mi nueva piel. Otra vez: sensación de pertenencia. Soy mi número, quizá no soy mi número, pero soy mi uniforme. Nuevas instrucciones: puedo conservar mis gafas de sol y aquella cartera que siempre llevé al hombro... colgante... y aquellas tiras largas... la bolsa... piel negra... al nivel de mi mano. La volví a llevar como siempre, colgando del hombro hasta la altura de la cadera y la tocaba con la mano como si fuera un arma, una ametralladora, mi protección. En mi cartera, el llavero. Lo saqué rápido, era mío, era yo. Las llaves verdes y una de aluminio. Los vitrales brillaron raros en aquel sol extraño. Pero las letras no: siempre, Sagitario. Me empecé a preguntar cómo serían los besos. Me empecé a preguntar cómo serían las funciones del cuerpo. Me sentí vegetalizada y recordé la angustia de cuando vivía en mi última piel: yo era humana y toda la vida que me rodeaba era vegetal. Ningún ser humano pasó hambre por mí, de mí. Y la necesidad de entregarme se repartió en los resquicios polvorientos de los libreros. Continué caminando y llegué, indudablemente, al centro de la ciudad. Hombres con altos delantales de cuero. Movimientos de muñecos animados. Giuseppe, el zapatero de Pinocchio. Podría escogerse cualquiera. Todos eran parecidos. Todos eran iguales. Artesanos. Como muñecos. Como si su artesanía fuera una forma de darse cuerda para seguir. El lento movimiento, la artesanía. Las mujeres: moño en la nuca. Delantales altos. Cestas. Ayudantes: ayudan a los artesanos. Fracasó. Terminó fracasando aquello de la liberación de mujeres. Pero no: aquí no hay supremacías. Es cuestión de medir las fuerzas físicas: a cada quien el trabajo que pueda hacer. No se miran. Nadie se mira. A nadie le importaría que Sócrates murió envenenado. Nadie se pregunta si se cepilló los dientes antes de la cicuta ni qué cepillo usó. D.C., A.C., letras, sólo letras. No hay nacimientos. No sexo. No pasiones. Lo sé por mí, no hay regreso posible. Vegetal, todo vegetal. No se está perdiendo: se perdió. Y pensar que en California empezaban a defender a Safo. Y había orgullo en declararse: "Soy". Pero todo aquello era un reto. Una revolución. Un reto a la hoguera inquisitorial. Era una lucha extendida a otros estados y a otras ciudades pero sólo sé de California. Y una poeta le escribía poemas a otra mujer: to a handsome woman. Y todo esto era un reto. Y era una lucha. Y eran gotas de agua en la gigante llama de la hoguera. Inútil. Todo inútil. Todo es unisexual. No: asexual. Mecanizado, vegetalizado.

Conjeturas: tiene que existir una memoria múltiple. Una íntima, mía. Como mis llaves. Otra, común a toda la humanidad. Conjeturas: he conservado un poco de ambas. Esta sección de la ciudad: artesanía. La siguiente: libreros gigantes colocados en zonas de aparcamiento, a ambos lados de la calle. Todas las cubiertas de los libros son de nácar. No: plásticas. Abrí uno: no había letras. Botones. Sólo botones. Y al lado de cada botón, la referencia: junio, 1973. Apreté el botón. Aparecieron en una pantalla noticias sucesivas, rápidas, que inmediatamente identifiqué como las últimas de mi tiempo. Cerré el libro. No quise saber más. Seguí mi marcha.

La próxima: sección administrativa. Todos los edificios eran capitolios. Había diez. "Capitolio legislativo". Entré. Un vestíbulo. Otro. Pasillos largos, pulidos, interminables. Puerta. Pasillo. Desemboca en otra puerta. La gran sala legislativa. Ciegos. Todos ciegos. Sin uniforme. Habían hecho filas. Filas incansables hasta que les llegó el turno de sentarse. Llegué poco antes de que comenzara la sesión. Escogí el que me pareció el mejor asiento. Me recosté y traté de rastrear estos rápidos flujos de consciencia que atravesaban mi cerebro de tubos plásticos. Había andado por este mundo desde hacía cuarenta y ocho horas. Los ciegos desfilaban guiados por sus perros, amparados por sus bastones. En la parte delantera de la sala, una mesa pequeña con un micrófono. A la derecha, una larga mesa como de banquete, donde antiguamente se sentaban los legisladores. Un poco más arriba del nivel de la vista, había retratos de cada uno de los legisladores. Un poco más arriba. El nivel de la vista. Un reintegro uniformado guió al primer ciego. Tanteó el micrófono y empezó a acariciar las letras en braille como si tocara el piano. Su queja fue prolongada, honda, en eco. Barba larga. Bastón. Mirada nebulosa y rotativa.

Ojos inmensos, hundidos. Patricio. Se me antojó añadirle 'el patriarca'. Patricio, el patriarca. El nombre le venía perfecto. Su proposición: "No es justo que hayan abandonado el esfuerzo de fabricar ojos artificiales. La industria de los otros órganos se ha perfeccionado. Los señores legisladores saben que ya no es cuestión de contar con trasplantes. La donación de órganos terminó al iniciarse la época de los reintegros en la que sólo los ciegos hemos quedado incompletos. Los que trajeron sus ojos naturales los podrán perpetuar. Y nosotros?" Se levantó lentamente. Admiré la sabiduría de su andar y la dignidad con que se apoyaba en su bastón. Patricio, Patricio el patriarca. Le siguió una ciega de vista extraviada y rotativa. Acariciando siempre su braille. Inteligente. Brillante. Mente legislativa. Le entregaría yo una constitución en blanco para que la escribiese. Derechos civiles. Pero sobre todo, es que aún no lo saben? DERECHOS HUMANOS. El tercero: profesor de una universidad. Ciego. Ciego. Ciego. Se rió de la estupidez de los hombres. Recordaba que en el último tercio del siglo veinte ningún camarero quería servirle un trago por 'salvar su responsabilidad'. Ciego. Era ciego-ciego. Y se rió de todos los camareros. Tenía fe en que los reintegros fueran más inteligentes. Derechos civiles. Pero por sobre todo, es que aún no lo saben? DERECHOS HUMANOS.

Sonó un timbre que declaró cerrada la sesión. De cada retrato. De la parte inferior de cada retrato salió un largo pergamino. El vocero los recogió y los colocó sobre la mesa de banquete. Uniformado. Voz monótona. Empezó a traducir: promesas sin fundamento. Conjeturas: esto no había cambiado. Indiferencia. Los ciegos. Fueron desfilando. Dignamente desvalidos. No pude resistir la tentación de darle la mano a Patricio. Prometí grabarle algunos de mis versos. Me dijo que una vez estuvo en Chile. Bajé sola las escaleras de mármol. Calles desoladas. Noté entonces que no había ni restaurantes ni tiendas de comestibles. Ni yo tenía hambre. Ni sed. Seguí calle arriba. Desembocadura en un subterráneo. Al acercarme se abrió la verja. Un billete. Luces amarillas, extrañas. Todo desierto. Conjeturas: tiene que haber una sección fabril donde se fabrique la tela gris-ratón. Conjeturas: soy un ser pensante. Sólo eso: pensante. Aquellas raras luces amarillas. Se aproxima la locomotora. Fantasma de hierro negro. El asiento no está mal y no hay nadie que moleste. Conjeturas: esto debe llevarme al frigorífico del Este. No está mal, ir al frigorífico del Este. El tren se detiene. Salgo. Conjeturas: si hay carros quizá sean 'modelo T'. Siempre me gustó el 'modelo T'. La estación: una cápsula. No, no es el frigorífico del Este. Un gran cartel: ALMACENAJE. Piso la estera roja: la máquina escupe un billete: "Reintegro 47111. Urna 72. Horas de almacenaje: jueves, 20:45 a viernes 8:45. Viernes: salida B, 8:45. Destino: Sección de artesanía". Evidentemente aquí no hacen planes a largo plazo. Evidentemente, día a día. Algún naturalista le llamaría a aquello 'colmena'. Pero todas las urnas eran de granito. Me fue fácil encontrar la urna 72. Me fue fácil aceptar la existencia de todas aquellas urnas ocupadas con reintegros inmóviles. Me fue fácil aceptar que aquéllas no eran las tumbas de Carlos V ni de Felipe II. Me estiré en mi urna que encontré fría y protectora. A mis pies: mi bolsa-cartera de piel negra. Las llaves. Carecía de importancia que aquellas llaves no tuvieran uso: seguían siendo mías. Con apacible asombro reconocí en mí la antigua capacidad de sueño. Aún podía dormir, sólo eso importaba. Siempre nos queda algo. Esto me animó a integrarme. Siempre nos queda algo: el llavero. Un redondo medallón: Sagitario. Una llave de aluminio: Sagitario. Una cadena: Sagitario. Y yo un completo y absoluto 47111.